Por Luis Zarranz
Vaya a saber en qué
momento de la vida, un hincha de futbol –usted, yo, su vecino– adopta
determinadas cábalas frente a un partido de futbol del equipo del que es
hincha.
Siempre es difícil
recordar cuándo empiezan estas cosas, pero un día te encontrás poniéndote la
misma ropa, sentándote siempre en el mismo lugar y repitiendo los mismos
pequeños actos que te convierten en preso de tus propias mañas: los ritos que
los fanáticos como yo repetimos con el convencimiento de que lo contrario implicará
perder el partido.
Sé que las cábalas
no tienen ningún sustento racional, pero fanatismo y racionalismo son dos palabras
que rara vez quedan bien cuando se las une. Pero por si preguntan, sí, sé que antes
de patear al arco ningún jugador sabe si estoy vestido como siempre, si dos
horas antes mandé la frase “esta tarde tenemos que ganar” a un grupo de whatsapp,
o si en la tribuna me senté a la izquierda de dos amigos: no hay manera de que ni
él, ni el rival, sepa si cumplí cada uno de los ritos que me autoimpongo.
Lo sé.
Pero los hago
igual.
Peor aún: me dirán
que qué pasa si cumplo mis cábalas y, tal vez, el de al lado, en un acto de distracción,
no las haga. No lo sé, pero a mí me tranquiliza lo que hago yo con mis cábalas,
no la de los demás: el placer del deber hecho.
No recuerdo, he
dicho, la primera vez que comencé con estas mañas, pero sí, que tenía siete
años cuando escuchaba los partidos con un auricular enorme y espacial frente al
minicomponente que había en mi casa, que gritaba los goles de la misma manera –un
grito y un salto para tocar con la mano izquierda el marco superior de la
puerta– y que cuando nos atacaban repetía “juira”, “juira”, como un mantra,
para evitar el peligro.
Lo cierto es que
durante el último Torneo Final, en el que River fue campeón, fui a la cancha en
nueve de sus diez partidos de local. Por supuesto –creo que sobra decirlo– que
el partido que no pude ir (por laburo) perdió.
Los otros nueve,
los que fui, los ganó todos. A todos ellos fui con una boina y dos camperitas
deportivas. No me importaba si hacía calor o frío: la vestimenta era la misma.
El último partido
era clave: River debía vencer a Quilmes para salir campeón. Estaba tan ansioso
que la noche anterior empecé a preparar el atuendo y no podía encontrar la
boina: la busqué incansablemente, como no soy capaz de buscar otra cosa.
De casualidad, le
pregunté a mi mujer si la había visto. Casi muero cuando me dijo:
–Se la presté hoy a
Sole, porque el hijo necesita una boina para actuar.
Sole es una amiga
que ve de vez en cuando y, eso, frente al poco tiempo que había, agravaba la
situación. No sé cómo evité el infarto. A veces me duele el pecho cuando
recuerdo la escena. Sandra no sabía que esa boina era parte de la cábala –era
un rito muy mío– y ni siquiera comprende el fanatismo de un hombre racional
para el resto de las cosas de la vida.
El caso es que faltaban
menos de diez horas para el partido y la boina no estaba donde debía. Sandra
aceptó, incómoda, mandarle un mensajito a Sole para pedírsela y yo me ofrecí a
buscarla donde ella indicara.
El domingo a la
mañana amaneció soleado: era una señal. Fui hasta el Triangulo de Bernal, cerca
de su casa y a media hora de la nuestra, recuperé el amuleto, le presté otra boina a cambio y
llevé una docena y media de facturas para compensar la molestia.
Todo el tiempo supe
que era un exceso de mi parte, pero ni así pude evitarlo: jamás me hubiese
perdonado asumir el riesgo de ir a la cancha sin la boina, sin respetar la
cábala.
Ese día, River ganó
5-0 y salió campeón del torneo. Los jugadores hicieron todo lo que había que
hacer y los cabuleros, también.
(Publicada en la revista "Al Margen", septiembre-octubre 2014)
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