martes, 24 de septiembre de 2013

La conquista

El hombre avanza con pasos tímidos, en contradicción con la decisión que ya tomó. Lleva algo en las manos, pero nadie –solo él– sabe qué. A quince metros, sentada sobre un tapial –vestido a cuadros, la sonrisa reluciente, el pelo recogido– ella conversa con sus dos hermanos mayores. Charlar –estar– en la entrada de las casas es uno de los rituales más arraigados en los habitantes de este pueblo de la provincia de Buenos Aires, sobre todo si es domingo y si son las seis de la tarde.
Mario recorre la distancia que separa su casa de la de Elvira repasando mentalmente el plan que elaboró. Dos metros antes de llegar al tapial, esconde las manos –y el secreto– en el bolsillo. Hace un esfuerzo por relajar el rostro.
–Qué haces, hermano –le dice Ernesto Montero, el primero en verlo.
–Salí a dar una vuelta –responde Mario.
–Quedate con nosotros un rato, ¿querés?

Mario no necesita responder. Decir que sí hubiese sido redundante: ya está integrado a la escena. Sin que el resto se percate, se ubica al lado de Elvira, de quien –dirá él– recibió una sonrisa alegre al llegar. Parece calmo, pero por dentro es un manojo de ansiedad. Ejecuta el plan: lograr un momento a solas con ella.

–A esta hora me gusta caminar en la rambla. Estaba yendo para allá –dice, conocedor de los gustos de Elvira.
–Ay, sí –arremete ella–. Me encanta, ¿vamos?

Ernesto y Osvaldo dicen que no, que están esperando a Fabio, que después irán.
Mario se alegra por dentro y por fuera: se le escapa una sonrisa. El plan es un éxito. En la rambla, el lugar preferido por ambos para caminar, Mario mete la mano derecha en el bolsillo y saca un corazoncito de plata: una reliquia que compró a buen precio.
-Elvira, tomá, es para vos. Quiero que guardes este corazón porque vos siempre vas a estar en el mío –le dice tal y como había ensayado mil veces ante el espejo.

La respuesta es un beso suave y húmedo, como la brisa que los acaricia.

El corazón que mi vecino Mario le regaló a su esposa Elvira está guardado en un apartado, en el estante de las cosas importantes.

(Ejercicio del "Máster en Crónica Periodística" de la Revista Orsai, a cargo de Josefina Licitra. Consigna: escribir una escena sobre la palabra "amor", sin mencionarla)

martes, 17 de septiembre de 2013

La noticia

Daniel volvió a su casa a la hora de siempre fingiendo una rutina que acababa de romperse: lo habían despedido del trabajo. Su cara estaba esmaltada por el pánico al futuro.
Antes de abrir la puerta hizo una pausa –sus músculos se contrajeron– y se aferró al plan que había pensado mientras caminaba: ocultarle la noticia a su novia durante dos semanas, hasta que naciera el bebé. No quería preocuparla, aunque no tenía la menor idea de cómo carajo hacer para que no se diese cuenta (más que un plan era una vaga noción).
Tomó coraje para quitarse el barniz de pesadumbre y sonrió. Entró a la casa con la seguridad de un hombre exitoso.
            –Hola mi vida, no sabés cómo se movió hoy Lucas –dijo Laura desde el comedor, al escucharlo.
            –¿Sí?
            –Más que nunca. Mirá, parece que la panza me va a explotar en cualquier momento.
            –Ahí voy. Espera que voy un toque al baño –respondió Lucas fugitivamente.

Necesitaba ganar unos segundos para asentar la idea y, sobre todo, para que su comportamiento no lo delatase. En dos semanas puedo pegar otro laburo y no pasa nada, pensó.
El baño ya no era un baño: era un camarín; y el resto de la casa, una sala de teatro.
            –Llamó tu hermana, que mañana me acompaña ella al estudio así vos no faltas al laburo, ¿te parece? –La voz de Laura entró al baño. Él decidió ir al comedor.
            –Dejame tocar a Lucas –dijo, señalando a la panza.
            –Sí, pero primero dame un beso, gordo. Te extrañé mucho. Mirá, ¿sentís cómo se mueve?
            –Sí, se re siente.

            –¿Escuchaste lo que te dije de tu hermana?

(Ejercicio del "Máster en Crónica Periodística" de la revista Orsai, a cargo de Josefina Licitra. Consigna: recrear una escena que te hayan contado)

martes, 10 de septiembre de 2013

Viaje

Son las 7:42 de la mañana y ya sé que no voy a poder llegar a horario al trabajo: el colectivo que me deja en la esquina acaba de chocar, diez cuadras antes de que baje en mi parada.
En la brusca maniobra para evitar lo que no pudo, el colectivero clavó los frenos, por lo que varios de los que íbamos parados nos caímos unos sobre otros, amontonándonos con torpeza. Desde el suelo, antes de desparramarme del todo, alcanzo a ver con nitidez a un hombre –que venía dormido en el anteúltimo asiento– golpearse la frente contra el apoyabrazos: el impacto lo despertó bruscamente.
La trompa del 64 se incrustó contra el acoplado de un camión inmenso que no se detuvo ante el semáforo. Eso lo sabré en un rato, cuando me reincorpore, me sacuda la tierra del pantalón y la camisa, recupere mi bolso, colabore con la evacuación –no mucho: estoy apurado–, vea la parte delantera del colectivo abollada sobre la carcasa de un monstruo de doce ruedas y oiga lo que dicen los testigos. Pero ahora, desde el suelo, sólo quiero salir del asombro y del bondi, y llegar a horario para no perder el sueldo extra por presentismo.
Dentro del colectivo, mientras veo en los otros pasajeros mi propia cara desencajada, escucho la voz de otro alienado laboral que se levanta más rápido que los demás y vocifera una proclama de solidaridad. Habla por él, pero un poco por mí también:
-La concha de la lora, colectivo de mierda. ¿No podías chocar diez cuadras después que llego tarde al laburo, la puta que lo parió?

(Ejercicio del "Máster de Crónica Periodística" de la revista Orsai, a cargo de Josefina Licitra. Consigna: escribir el inicio de un viaje de tu casa al trabajo)

martes, 3 de septiembre de 2013

Contramano

La música flota en el aire. Físicamente está ahí, como usted, pero ambos están perdidos, en otra parte. Detrás suyo hay al menos diez personas al alcance de su mano: todos ellos le dan la espalda, imanados en vaya a saber qué cosa que los contiene, aglutina –a ellos– y los aleja kilométricamente de usted y de su melodía. Sólo un hombre, de anteojos y estampa triangular, parece –tan sólo eso– reparar en su presencia. Tiene un lápiz y un anotador abierto, el gesto contrariado y la mirada un tanto oblicua hacia su derecha: si lo observa es sin intención.
Su mirada trasluce derrota. Hace doce años, usted perdió la visión y el trabajo. Desde entonces se gana –cuando gana– la vida con su acordeón en la Rue Mouffetard del Paris de posguerra. Su vida también está en posguerra. ¿Qué dolor sangra más: no ver o no ser visto?
En sus rodillas, en la fuerza para sostener el recipiente de la limosna, sobresale una breve tensión que su rostro abandonó en la derrota contra la abulia.

Otro hombre desobediente a la disposición de las cosas repara en la escena y dispara su gatillo: congela el tiempo. Robert Doisneau se nutre de las calles parisinas para escapar del mundo artificial de la revista “Vogue”, donde –como usted– trabaja a desgano. Es su manera de caminar a contramano. 

(Ejercicio del "Máster de Crónica Periodística" de la Revista Orsai, a cargo de Josefina Licitra. Consigna: Elegir una foto y describirla)