sábado, 10 de noviembre de 2007

PreS.O.S


“La inseguridad” lidera las preocupaciones de los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano, según lo señalan varios informes. Se suele pedir “mano dura” -eufemismo de moda para pedir represión- y que los delincuentes no salgan más de prisión. Sin embargo, la situación en las cárceles es alarmante. Nueve de cada diez no tiene condena, y por lo tanto son inocentes, “hasta que se demuestre lo contrario”. El Estado viola allí todo tipo de derecho. Sobran las denuncias y las pruebas pero a nadie parece importarle. ¿Y a vos?

“Es posible que nos estemos pasando un poquito
 en el límite constitucional,
pero también la Constitución
 dice que las cárceles tienen que ser limpias
 y sabemos que no lo son”.
(Gobernador Felipe Sola,
en un encuentro con miembros
del Comité Contra La Tortura)

Por Luis Zarranz
Cada día es más frecuente oír distintas voces que reclaman que se “haga algo” para frenar la “ola” de inseguridad. Por lo general, las opciones que más se escuchan son distintas opiniones que varían entre la “mano dura” y la “mano de hierro”.
Se dicen cientos de cosas sobre la inseguridad, los medios destinan cada vez más espacio para narrar hechos delictivos, pero sin embargo, pocas veces se (nos) explica las causas que la generan, rara vez se vincula los orígenes posibles –marginalidad, desigualdad, desocupación galopante, falta de oportunidades, discriminación y el sistema de consumo en el que vivimos que ofrece a todos lo que sólo unos pocos pueden obtener– con sus consecuencias.
Brillan por su ausencia los debates a fondo y se argumentan poco las escasas posibilidades que tiene cualquier política de seguridad sino va acompañada de una verdadera distribución del ingreso y de oportunidades.
Uno de los temas que están desaparecidos del debate público es la situación de las cárceles, puesto que allí debería –según la Constitución Nacional– empezar la reinserción de los delincuentes. Cuando uno acerca la vista y verifica su estado, percibe cuál lejos se está de semejante realidad.
 Las cárceles son depósitos humanos que, como admite con sorna el saliente gobernador bonaerense y diputado electo, Felipe Sola, violan el artículo 14 de nuestra Carta Magna y los derechos humanos de quienes están allí. Las cárceles están superpobladas, los presos viven en condiciones infrahumanas y los motines son moneda corriente debido al hacinamiento en el que se encuentran. Sin embargo, son pocos los que levantan la voz para denunciar estos atropellos por parte del Estado.
Dentro de este panorama, las prisiones que se encuentran en territorio bonaerense son las que presentan la situación más calamitosa. El 48% de todos los presos del país están detenidos en cárceles de la Provincia. Sobre una capacidad para 22.000 personas, éstas encierran a 25.250 presos, de los cuales el 83% no tiene una condena firme, es decir son “inocentes hasta que se demuestre lo culpable”.
Allí es mucho más fácil sufrir todo tipo de atropello que cualquier lección para reinsertarse en una sociedad. El Estado se muestra inerte frente a semejante realidad y no hace nada para modificar esta situación.
“Las cárceles son campos de concentración y de exterminio. No son más que un depósito de carne humana, donde los presos están obligados a domesticarse, cumpliendo todo tipo de directivas del Servicio Penitenciario, incluso órdenes ilícitas, como salir del penal para robar. Son lugares donde la vida no vale nada.”
La declaración no es el relato de un ex detenido, sino el testimonio del fiscal ante la Cámara Federal de Garantías de Bahía Blanca y miembro del Comité para la Tortura, Hugo Omar Cañón, que recorre a diario los penales bonaerenses y que tiene pruebas de graves delitos cometidos por el Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB).
En los últimos dos meses de 2006 y en los primeros dos meses de 2007 hubo más de 800 hechos de violencia en las 52 cárceles que tiene la provincia de Buenos Aires. En la abrumadora mayoría se trataba de hechos perpetuados o ideados por los propios miembros del Servicio Penitenciario.
Sin embargo para el SPB, oficialmente, no son más que autolesiones o agresiones entre internos. En ninguno de los informes que elevó el Gobierno este año existe siquiera la sospecha de participación de agentes penitenciarios.
Pero en las causas que integran el informe anual del Comité contra la Tortura (un organismo público financiado por el Gobierno bonaerense y que forma parte de la Comisión Provincial por la Memoria) aparecen internos misteriosamente ahorcados, brutalmente golpeados, apuñalados, con balazos de goma en la mano o en la espalda, electrocutados o que han sufrido pasajes de corriente eléctrica.
“Es directa, en muchos casos, la relación entre los que aparecen ‘suicidados’ y los que habían denunciado previamente abusos del SPB”, afirmó Cañón. El Comité, del que forma parte el fiscal, pudo comprobar en informes anteriores que esos “suicidados” habían sido asesinados.
No en vano, entonces, en marzo de este año la Corte Suprema bonaerense reconoció al hacinamiento como desencadenante de la violencia y la degradación de la vida humana. En el fallo no sólo daba la razón al defensor general de San Nicolás, Gabriel Ganón -quien había presentado un hábeas corpus colectivo por las condiciones de hacinamiento de todos los presos del penal de San Nicolás-, sino que además reprendió severamente a los jueces por quedarse pegados al asiento en lugar de impartir justicia. 
Es más, el Estado fue denunciado por violaciones a los derechos humanos, por las condiciones en las que son alojados los presos, muchísimos de los cuales no tienen condena.

Según la ley, la prisión preventiva debería ser una excepción que, sin embargo, para los presuntos delincuentes que son pobres, funciona como regla. Sólo correspondería cuando se corre el peligro que el procesado se fugue o entorpezca la investigación. ¿Todos los presos preventivos que hay van a fugarse? ¿En serio? ¿Adónde pueden fugarse, la mayoría de ellos, presos de la miseria y la exclusión?
En definitiva, la prisión sirve para estigmatizar y criminalizar la pobreza y para ser parte de un círculo vicioso que empieza y termina con la exclusión.
Los presos se encuentran en una situación deplorable, en pésimas condiciones de higiene, con las cloacas que rebasan casi todo el tiempo y un olor insoportable, las ventanas tapadas con mantas o maderas, las instalaciones eléctricas son cables de los que cuelgan la ropa lavada, no hay red de incendio y los matafuegos se encuentran a unos 70 metros y atravesando dos puertas con candados. "Los extinguidores están acá por precaución", dijo recientemente un penitenciario sin explicar "precaución" para quién.
Ni aunque hayan cometido el delito más grave de nuestro Código Penal, el Estado puede brindar como respuesta la sistemática violación de sus necesidades básicas. De esta manera, es el propio Estado quien se está apartando del Estado de Derecho para infringir la ley. Así, la situación no dista demasiado de los centros clandestinos de detención de la última dictadura militar, incluso cuando ya se están registrando varias muertes producto de picana eléctrica, crímenes que siguen impunes pese a su denuncia.
En algo más de cuatro año 640 personas murieron dentro de las cárceles bonaerenses. Una lectura de la composición de esos números ofrece una perspectiva más reveladora: tomando como base el año 2005, de los 193 internos muertos en custodia del SPB, más de la mitad (104) lo fueron en forma violenta, a una tasa anual de 338,52. Ese mismo año, en la provincia de Buenos Aires pero fuera de los muros, la tasa fue de 6,4. O sea, un intramuros 5.189% más violento que el exterior. (Y eso que el Conurbano no es, precisamente, un lugar donde sentirse “seguro”).
Si las estadísticas se cumplen, en los próximos dos días un interno de cualquier cárcel bonaerense será asesinado a puntazos, se suicidará, será suicidado, morirá de sida o de tuberculosis, los modos más comunes de llegar al fin del recorrido tumbero, porque si algo es seguro es que en la cárcel no se muere de viejo.
Tales argumentos llevaron a que Ganón presentara el 15 de diciembre de 2004 un hábeas corpus colectivo. Menos de un año después, el 15 de octubre de 2005, uno de los años más oscuros de la historia de las cárceles de la provincia, la relación entre hacinamiento y muertes violentas quedó explícita: 33 presos murieron quemados o asfixiados, encerrados como ratas en el módulo 16 de la U28 de Magdalena, uno de los "módulos de bajo costo" (como los definió el abogado del Cels Rodrigo Borda), construidos por el gobierno de Felipe Solá para ampliar la capacidad de alojamiento sin los servicios necesarios.
Solá debería ser juzgado, aunque el hecho de que se trate de una persona del poder, lo convierte en inimputable.
Así como están las cosas, el gobernador electo Daniel Scioli no sólo deberá atender la que, dijo, será la prioridad de su gobierno –“la seguridad pública”– sino bajo qué condiciones viven quienes están, y vayan a estarlo, en las cárceles bonaerenses. Sino cualquier política en el área carecerá de sentido y correrá la misma suerte que sus antecesores, aunque Scioli haya dicho, en cientos de oportunidades, que de la “mano dura” no quiere ni hablar.
Parece chiste. Ojalá lo fuera. 

(Publicada en la "Agencia Walsh", 10 de noviembre de 2007)

martes, 6 de noviembre de 2007

La imposible misión de enrejar la realidad

Las rejas parecen ser un elemento sagrado de los tiempos actuales. Cada vez que crece la sensación de inseguridad, crece su demanda. Plazas, monumentos, ventanas, balcones, casas y hasta bóvedas soportan rejas de todo tamaño y estilo. ¿A quiénes separan de qué? Aunque los espacios públicos ya no son los mismos, las rejas, sobran ejemplos, no son efectivas para encerrar la realidad, ni mucho menos. 

Por Luis Zarranz


“Del otro lado de la reja está la realidad, de 
este lado de la reja también está
la realidad: la única irreal
es la reja… ”
Extracto del poema “La verdad es la única realidad”,
escrito en la Cárcel de Devoto. Paco Urondo (1973)

La frase de “Paco” Urondo impacta, y golpea. Queda en el aire, en la mente, en el corazón, en las entrañas. Ese poema, escrito desde la cárcel de Villa Devoto donde estaba encarcelado como “preso político”, define con magnifica exactitud una cuestión que suele rebuscárselas para complicarnos la vida: la realidad y su capacidad de multiplicarse.
Sin embargo, se detiene en un elemento, la reja, que resulta imposible, inevitable obviar. “La única irreal es la reja”, sostiene el poeta y militante para precisar que la realidad se halla a ambos lados. Y esa característica, precisamente, le otorga la categoría de irreal. Sin ella, sería lo mismo, porque con ella lo es.
El poema de Urondo, no obstante, le imprime una cualidad inevitable a este elemento  cada vez más visible –por desgracia en cada rincón de cualquier ciudad: la capacidad para dividir, separar espacios, nociones.
Por eso, a partir de las rejas, como aparato y como sustantivo, podemos pensar en varias situaciones que hacen a nuestra vida cotidiana. La Real Academia Española, que de real también tiene poco, define a las rejas como un “conjunto de barrotes metálicos o de madera, de varias formas y figuras, y convenientemente enlazados, que se ponen en las ventanas y otras aberturas de los muros para seguridad o adorno, y también en el interior de los templos y otras construcciones para formar el recinto aislado del resto del edificio”.
La Academia no describe que en la actualidad son un elemento sagrado para vastos sectores que colocan una reja en cada rincón para sentirse más "seguros". Así, son cada vez más usadas como seguridad que como adorno. No existe elemento más iconográfico frente a la inseguridad, en estos tiempos, que un par de rejas. Sus ventas aumentan a diario, cada vez que el mejor agente de prensa, los noticieros, dan cuenta de una nueva “ola delictiva”.
De todos los tamaños, colores y formas, las rejas funcionan como la medicina de acción más rápida para combatir el vandalismo y la inseguridad. La fiebre por instalarlas es ya a esta altura una enfermedad donde los únicos beneficiados son las empresas de seguridad y, con suerte, algunos herreros, trabajadores artesanales que se benefician por su demanda.
Escenas típicas. Chicos jugando detrás de las rejas de una plaza. Monumentos convertidos en jaulas de zoológico. Escuelas y estaciones de trenes cercadas con barrotes de acero. Balcones que parecen fortalezas. Estas son algunas de las postales de la vida cotidiana que se repiten cada vez con más frecuencia. ¿Qué está pasando?

La estética de calabozo

No hay manera de que la piel no se erice cuando uno recorre una ciudad y se encuentra con la imagen repetida de casas con rejas, plazas con rejas, monumentos enrejados. En la Ciudad de Buenos Aires, su mayor ícono, el Obelisco, está actualmente enrejado, vaya a uno a saber para qué. ¿A quién de quién separa? ¿Resulta muy alocado concluir que si una Ciudad desborda de rejas es porque, efectivamente, se han perdido grandes espacios de libertad?
Mario tiene 62 años. Los últimos quince años los vivió en la calle porque, cuenta, atravesó varios conflictos familiares que lo alejaron de su casa. Solía dormir en el Parque Centenario porque le parecía seguro, tranquilo y “ya estaba acostumbrado”. El tiempo verbal en pasado se debe a que desde hace algunos meses el Parque está enrejado, como la mayoría de las plazas porteñas.
Para muchos vecinos Mario era un problema. No su pobreza, ni mucho menos el hambre ni el frío que sufría. No. Nada de eso. Lo que los inquietaba era su presencia allí.
Ahora que el Parque luce como una cárcel a cielo abierto, Mario no está más. Para muchos vecinos se terminó el problema, aunque él sigue buscando qué comer y también dónde dormir. Eso sí, el parque es un lujo: un lujo de 8 a 20, cuando abre las puertas.
Si por definición, las plazas son un “espacio público” ¿cómo se puede concebir que estén enrejadas? Aquellos noctámbulos que en las noches de verano van en busca de aire fresco, ¿tendrán la llave para poder entrar a un lugar que debería ser libre? Está muy bien que se las quiera proteger, pero hacer de las plazas un lugar enrejado da cuenta hasta qué punto el discurso del Poder ha calado en el ciudadano medio.
En los últimos años los balcones, las plazas, las escuelas, los árboles, los monumento: todo está enrejado. En esos casos la reja es real, lo que es ficticio es la distancia que genera, el nuevo vínculo que se construye, por ejemplo, con un espacio público cerrado con candado.
En la Ciudad de Buenos Aires, la comuna puso 8.000 metros de rejas en los últimos años. Hasta los arquitectos y urbanistas más tradicionales coinciden en que la estética porteña cambió.
No hace mucho tiempo atrás era común ver a los chicos jugar con barquitos de papel en alguna fuente pública o a una pareja de enamorados jurarse amor eterno. Esas postales típicas ya pertenecen a otro tiempo histórico. Ahora una reja separa a niños de las fuentes y a enamorados de juramentos románticos. La estética del calabozo ya es “natural” en los lugares públicos. Pero la reja no puede encerrar las ganas de jugar del niño, ni el amor de esa pareja que ve cómo se dificulta su deseo de arrojar una moneda a la fuente que desborda humedad.
La voluntad, los sentimientos, se pueden filtrar por entre las rejas...

Adentro y afuera

Algo está claro. Las rejas marcan un límite. Para eso existen. Unos afuera. Otros adentro. Su sola presencia permite establecer parámetros de inclusión, exclusión, encierro o libertad. Pero asimismo hablan de una fractura social importante. Cuanto más crece la sensación de inseguridad, más rejas se colocan, casi como acto reflejo: más cárceles para evitar robos, más plazas y monumentos enrejados para evitar vandalismo, más vallas en los estadios para evitar colados, la Plaza de Mayo dividida en dos para evitar...
Se enchufan rejas allá y acá, sin detenerse a reflexionar siquiera un segundo sobre lo que implican, sobre soluciones alternativas y mucho menos sobre las causas que generan esa inseguridad.
El mensaje está claro: se encierra lo que se teme. Y se teme lo que se desconoce. Por eso este modelo encierra las plazas: porque le asusta cada vez más la libertad, el encuentro.
¿Las rejas mitigan los delitos? Está claro que no, a la luz de su eficacia. ¿Será que Urondo estaba en lo cierto y entonces son irreales?
Paco Urondo agregó en su poema: “La libertad es real aunque no se sabe bien si pertenece al mundo de los vivos, al mundo de los muertos, al mundo de las fantasías o al mundo de la vigilia (...)”. “Aunque parezca a veces una mentira, la única mentira no es siquiera la traición, es simplemente una reja que no pertenece a la realidad”.
La realidad es otra cosa, que se filtra por las millones de rejas que la intentan cercar.

(Publicada en el portal "Jaque al Rey", en el 2007)