“La
inseguridad” lidera las preocupaciones de los habitantes de la Ciudad de Buenos
Aires y el Conurbano, según lo señalan varios informes. Se suele pedir “mano
dura” -eufemismo de moda para pedir represión- y que los delincuentes no salgan
más de prisión. Sin embargo, la situación en las cárceles es alarmante. Nueve
de cada diez no tiene condena, y por lo tanto son inocentes, “hasta que se
demuestre lo contrario”. El Estado viola allí todo tipo de derecho. Sobran las
denuncias y las pruebas pero a nadie parece importarle. ¿Y a vos?
“Es posible que nos estemos pasando un
poquito
en el
límite constitucional,
pero también la Constitución
dice
que las cárceles tienen que ser limpias
y
sabemos que no lo son”.
(Gobernador
Felipe Sola,
en
un encuentro con miembros
del
Comité Contra La Tortura)
Por Luis Zarranz
Cada día es
más frecuente oír distintas voces que reclaman que se “haga algo” para frenar
la “ola” de inseguridad. Por lo general, las opciones que más se escuchan son
distintas opiniones que varían entre la “mano dura” y la “mano de hierro”.
Se dicen
cientos de cosas sobre la inseguridad, los medios destinan cada vez más espacio
para narrar hechos delictivos, pero sin embargo, pocas veces se (nos) explica
las causas que la generan, rara vez se vincula los orígenes posibles –marginalidad,
desigualdad, desocupación galopante, falta de oportunidades, discriminación y
el sistema de consumo en el que vivimos que ofrece a todos lo que sólo unos
pocos pueden obtener– con sus consecuencias.
Brillan por
su ausencia los debates a fondo y se argumentan poco las escasas posibilidades
que tiene cualquier política de seguridad sino va acompañada de una verdadera
distribución del ingreso y de oportunidades.
Uno de los
temas que están desaparecidos del debate público es la situación de las
cárceles, puesto que allí debería –según la Constitución Nacional– empezar la
reinserción de los delincuentes. Cuando uno acerca la vista y verifica su
estado, percibe cuál lejos se está de semejante realidad.
Las cárceles son depósitos humanos que, como
admite con sorna el saliente gobernador bonaerense y diputado electo, Felipe
Sola, violan el artículo 14 de nuestra Carta Magna y los derechos humanos de
quienes están allí. Las cárceles están superpobladas, los presos viven en
condiciones infrahumanas y los motines son moneda corriente debido al
hacinamiento en el que se encuentran. Sin embargo, son pocos los que levantan
la voz para denunciar estos atropellos por parte del Estado.
Dentro de
este panorama, las prisiones que se encuentran en territorio bonaerense son las
que presentan la situación más calamitosa. El 48% de todos los presos del país
están detenidos en cárceles de la Provincia. Sobre una capacidad para 22.000
personas, éstas encierran a 25.250 presos, de los cuales el 83% no tiene una
condena firme, es decir son “inocentes hasta que se demuestre lo culpable”.
Allí es
mucho más fácil sufrir todo tipo de atropello que cualquier lección para
reinsertarse en una sociedad. El Estado se muestra inerte frente a semejante
realidad y no hace nada para modificar esta situación.
“Las
cárceles son campos de concentración y de exterminio. No son más que un
depósito de carne humana, donde los presos están obligados a domesticarse,
cumpliendo todo tipo de directivas del Servicio Penitenciario, incluso órdenes
ilícitas, como salir del penal para robar. Son lugares donde la vida no vale
nada.”
La
declaración no es el relato de un ex detenido, sino el testimonio del fiscal
ante la Cámara Federal de Garantías de Bahía Blanca y miembro del Comité para
la Tortura, Hugo Omar Cañón, que recorre a diario los penales bonaerenses y que
tiene pruebas de graves delitos cometidos por el Servicio Penitenciario
Bonaerense (SPB).
En los
últimos dos meses de 2006 y en los primeros dos meses de 2007 hubo más de 800
hechos de violencia en las 52 cárceles que tiene la provincia de Buenos Aires.
En la abrumadora mayoría se trataba de hechos perpetuados o ideados por los
propios miembros del Servicio Penitenciario.
Sin embargo
para el SPB, oficialmente, no son más que autolesiones o agresiones entre
internos. En ninguno de los informes que elevó el Gobierno este año existe
siquiera la sospecha de participación de agentes penitenciarios.
Pero en las
causas que integran el informe anual del Comité contra la Tortura (un organismo
público financiado por el Gobierno bonaerense y que forma parte de la Comisión
Provincial por la Memoria) aparecen internos misteriosamente ahorcados,
brutalmente golpeados, apuñalados, con balazos de goma en la mano o en la
espalda, electrocutados o que han sufrido pasajes de corriente eléctrica.
“Es directa,
en muchos casos, la relación entre los que aparecen ‘suicidados’ y los que
habían denunciado previamente abusos del SPB”, afirmó Cañón. El Comité, del que
forma parte el fiscal, pudo comprobar en informes anteriores que esos
“suicidados” habían sido asesinados.
No
en vano, entonces, en marzo de este año la Corte Suprema bonaerense reconoció
al hacinamiento como desencadenante de la violencia y la degradación de la vida
humana. En el fallo no sólo daba la razón al defensor general de San Nicolás,
Gabriel Ganón -quien había presentado un hábeas corpus colectivo por las
condiciones de hacinamiento de todos los presos del penal de San Nicolás-, sino
que además reprendió severamente a los jueces por quedarse pegados al asiento
en lugar de impartir justicia.
Es más, el Estado fue denunciado por violaciones a los derechos humanos, por
las condiciones en las que son alojados los presos, muchísimos de los cuales no
tienen condena.
Según
la ley, la prisión preventiva debería ser una excepción que, sin embargo, para
los presuntos delincuentes que son pobres, funciona como regla. Sólo
correspondería cuando se corre el peligro que el procesado se fugue o
entorpezca la investigación. ¿Todos los presos preventivos que hay van a
fugarse? ¿En serio? ¿Adónde pueden fugarse, la mayoría de ellos, presos de la
miseria y la exclusión?
En
definitiva, la prisión sirve para estigmatizar y criminalizar la pobreza y para
ser parte de un círculo vicioso que empieza y termina con la exclusión.
Los presos
se encuentran en una situación deplorable, en pésimas condiciones de higiene,
con las cloacas que rebasan casi todo el tiempo y un olor insoportable, las
ventanas tapadas con mantas o maderas, las instalaciones eléctricas son cables
de los que cuelgan la ropa lavada, no hay red de incendio y los matafuegos se
encuentran a unos 70 metros y atravesando dos puertas con candados. "Los
extinguidores están acá por precaución", dijo recientemente un
penitenciario sin explicar "precaución" para quién.
Ni aunque hayan cometido el delito más grave de nuestro Código Penal, el Estado puede brindar como respuesta la sistemática violación de sus necesidades básicas. De esta manera, es el propio Estado quien se está apartando del Estado de Derecho para infringir la ley. Así, la situación no dista demasiado de los centros clandestinos de detención de la última dictadura militar, incluso cuando ya se están registrando varias muertes producto de picana eléctrica, crímenes que siguen impunes pese a su denuncia.
Ni aunque hayan cometido el delito más grave de nuestro Código Penal, el Estado puede brindar como respuesta la sistemática violación de sus necesidades básicas. De esta manera, es el propio Estado quien se está apartando del Estado de Derecho para infringir la ley. Así, la situación no dista demasiado de los centros clandestinos de detención de la última dictadura militar, incluso cuando ya se están registrando varias muertes producto de picana eléctrica, crímenes que siguen impunes pese a su denuncia.
En algo más
de cuatro año 640 personas murieron dentro de las cárceles bonaerenses. Una
lectura de la composición de esos números ofrece una perspectiva más reveladora:
tomando como base el año 2005, de los 193 internos muertos en custodia del SPB,
más de la mitad (104) lo fueron en forma violenta, a una tasa anual de 338,52.
Ese mismo año, en la provincia de Buenos Aires pero fuera de los muros, la tasa
fue de 6,4. O sea, un intramuros 5.189% más violento que el exterior. (Y eso
que el Conurbano no es, precisamente, un lugar donde sentirse “seguro”).
Si las
estadísticas se cumplen, en los próximos dos días un interno de cualquier cárcel
bonaerense será asesinado a puntazos, se suicidará, será suicidado, morirá de
sida o de tuberculosis, los modos más comunes de llegar al fin del recorrido
tumbero, porque si algo es seguro es que en la cárcel no se muere de viejo.
Tales
argumentos llevaron a que Ganón presentara el 15 de diciembre de 2004 un hábeas
corpus colectivo. Menos de un año después, el 15 de octubre de 2005, uno de los
años más oscuros de la historia de las cárceles de la provincia, la relación
entre hacinamiento y muertes violentas quedó explícita: 33 presos murieron
quemados o asfixiados, encerrados como ratas en el módulo 16 de la U28 de
Magdalena, uno de los "módulos de bajo costo" (como los definió el
abogado del Cels Rodrigo Borda), construidos por el gobierno de Felipe Solá
para ampliar la capacidad de alojamiento sin los servicios necesarios.
Solá debería
ser juzgado, aunque el hecho de que se trate de una persona del poder, lo
convierte en inimputable.
Así como
están las cosas, el gobernador electo Daniel Scioli no sólo deberá atender la
que, dijo, será la prioridad de su gobierno –“la seguridad pública”– sino bajo
qué condiciones viven quienes están, y vayan a estarlo, en las cárceles
bonaerenses. Sino cualquier política en el área carecerá de sentido y correrá
la misma suerte que sus antecesores, aunque Scioli haya dicho, en cientos de
oportunidades, que de la “mano dura” no quiere ni hablar.
Parece
chiste. Ojalá lo fuera.
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