Son las 7:42 de la
mañana y ya sé que no voy a poder llegar a horario al trabajo: el colectivo que
me deja en la esquina acaba de chocar, diez cuadras antes de que baje en mi
parada.
En la brusca
maniobra para evitar lo que no pudo, el colectivero clavó los frenos, por lo
que varios de los que íbamos parados nos caímos unos sobre otros,
amontonándonos con torpeza. Desde el suelo, antes de desparramarme del todo,
alcanzo a ver con nitidez a un hombre –que venía dormido en el anteúltimo
asiento– golpearse la frente contra el apoyabrazos: el impacto lo despertó
bruscamente.
La trompa del 64 se
incrustó contra el acoplado de un camión inmenso que no se detuvo ante el
semáforo. Eso lo sabré en un rato, cuando me reincorpore, me sacuda la tierra
del pantalón y la camisa, recupere mi bolso, colabore con la evacuación –no
mucho: estoy apurado–, vea la parte delantera del colectivo abollada sobre la
carcasa de un monstruo de doce ruedas y oiga lo que dicen los testigos. Pero
ahora, desde el suelo, sólo quiero salir del asombro y del bondi, y llegar a
horario para no perder el sueldo extra por presentismo.
Dentro del
colectivo, mientras veo en los otros pasajeros mi propia cara desencajada,
escucho la voz de otro alienado laboral que se levanta más rápido que los demás
y vocifera una proclama de solidaridad. Habla por él, pero un poco por mí
también:
-La concha de la
lora, colectivo de mierda. ¿No podías chocar diez cuadras después que llego
tarde al laburo, la puta que lo parió?
(Ejercicio del "Máster de Crónica Periodística" de la revista Orsai, a cargo de Josefina Licitra. Consigna: escribir el inicio de un viaje de tu casa al trabajo)
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