Por Luis Zarranz
La voz metálica del altoparlante, extremadamente
grave y casi inentendible, informa a los señores pasajeros que el servicio de
las 7:03, con destino a Retiro, ha sido cancelado.
En castellano: una vez más viajaremos
colgados, si es que logramos subir al próximo tren que, según dice la información
de los Horarios, pasará en quince minutos por la estación Palomar del ex
Ferrocarril San Martín.
Hay pocas caras de sorpresa a mi alrededor.
No es casual: nadie se sorprende frente a lo cotidiano, lo habitual. Algunas
puteadas al aire, exiguos rostros de bronca, al menos manifiesta. Son varios,
eso sí, los que demuestran su resignación y se apresuran a contener la bronca,
vaya a saber uno por qué.
Luego, algún día, la furia estallará toda
junta, como hace unas semanas en Constitución: trenes incendiados por pasajeros
poseídos.
Recién ahí se hacen presentes los medios
comerciales y los funcionarios del sector. Unos para mostrar la ira de la masa
amorfa; otros para prometer que las cosas van a empezar a marchar bien. Antes,
ambos, brillaban por su ausencia, como el tren de las 7:03.
La pregunta más inocente, muchas veces la
más lúcida, plantea: ¿cómo puede ser que los responsables del área sean
concientes que hay millones de personas que todos los días viajan como
prisioneros nazis y no hagan absolutamente nada para cambiar esa realidad?
La respuesta, también la más
desnaturalizante, sostiene que no les interesa, como tampoco les importan los
pibes que el hambre mata a la velocidad de un tren bala.
***
El tren con destino a Retiro arriba,
finalmente, a plataforma a las 7:19. El servicio anterior pasó hace exactamente
29 minutos. Subir es tan difícil como escuchar decir algo inteligente a Mauricio
Macri. Algunos pasajeros, desde arriba del tren, gritan para avisar que
necesitan espacio para poder bajar.
La formación está absolutamente desbordada.
La misma voz ronca del altoparlante anuncia que el servicio funciona con
demoras: el próximo quizá venga peor. Intento subir, a los empujones, pidiendo
un “permiso” que es inútil e imposible. Quedo en el segundo escalón del
estribo, agarrado con fuerza a la baranda del medio. Detrás de mí, en el primero
de los tres escalones para subir al tren, el que está unos centímetros apenas
arriba del andén, hay seis personas. Cada uno sube como puede, conciente que
esperar al próximo significa viajar en condiciones similares, pero mucho más
retrasado.
Estoy apretado del lado izquierdo y del
derecho. Debo inclinarme levemente hacia la derecha para permitir que un
muchacho se sostenga con la manija que pende a un costado, justo antes de la
puerta.
La postal del viaje es una foto repetida.
Tiene la gravedad de ser un drama frecuente. No se trata de un caso aislado, de
un día en que el servicio funciona mal. El ex San Martín, como la mayoría de
los otros ramales, trata a los usuarios como ganado y los transporta como tal.
Me pregunto cuál sería la reacción de
cualquier hijo de vecino que todos los días al salir de su casa es, por ejemplo,
empapado por un auto que levanta el verdín de una esquina cualquiera. Cómo
actuaría ese sujeto si esa escena se repitiera todos los santos días. ¿No
llegaría un día en que tomaría el toro por las astas?
Quienes, todavía, no se indignan por cómo se
viaja en el transporte público sostienen que el servicio es el más barato de
América Latina, lo cual es una infamia absoluta, teniendo en cuenta los cientos
de millones de subsidios que reciben los concesionarios.
El Estado les paga casi mil millones de
pesos por año para transportar, en total, casi cuatro millones de pasajeros por
día. Pero sólo un peso, de cada cinco que reciben, se destina a inversión. El
Estado paga los sueldos, hace las inversiones y pone el material rodante. El
concesionario sólo “gerencia”.
Para el infarto: el Estado pierde más plata
que la que perdía cuando los ferrocarriles eran manejados por él y las empresas
son incapaces de administrar un negocio por el cual reciben un millón y medio
de pesos por día. El resultado es lo privado pretendiendo lucrar con un
servicio público.
***
El tren deja la Estación Palomar rumbo
a Caseros. El viento frío penetra los huesos y cala en cada resquicio del cuerpo.
Mi gripe ya presume que hoy no será un día ideal para emprender la
recuperación. Un posible Cromañon, en la República Cromañon ,
avanza echando humo.
Mario, que está a mi lado y se sostiene
solamente con su mano derecha, me grita –es la única forma que tengo de
escucharlo– que va a llegar tarde a la obra en la que trabaja, en Chacarita. Me
dice que salió una hora y media antes, para hacer un trayecto que si todo
funcionara como corresponde, no debería llevarle más de 25 minutos. Sostiene:
“Mi patrón ya sabe lo que pasa con el ferrocarril pero igual me quita el plus
por presentismo”.
En Caseros –donde se repite la misma escena
que en Palomar y la misma que tendrá lugar en Santos Lugares y las siguientes
estaciones– me comenta que está acostumbrado a viajar así, de ida y de vuelta.
Le pregunto si no llega cansado a un trabajo donde debe poner el cuerpo. No
logro escuchar lo que afirma porque la locomotora anuncia que va a arrancar y
en el apuro pierdo mi lugar y quedo lejos de él.
Oscar, mi nuevo compañero de estribo,
atiende un puesto de comidas al paso, frente a la Costanera. Entra
a las 9, así que no está tan preocupado por el tiempo. En cambio, le preocupa
que le paguen tan poco. Se ríe cuando le pregunto si no le molesta viajar así.
El tren se sacude en el cambio de vía y como
ya conocemos el movimiento brusco que provoca, apretamos la mano unas milésimas
de segundos antes del sacudón, capaz de arrojar a las vías a cualquier
distraído.
No hay ningún medio arriba del tren para
contarle a las grandes audiencias cómo se viaja en el transporte que debería
ser público pero que de tanto público es obsceno. Tampoco hay cámaras ni
movileros de radio sobre las vías, para contar que cientos de personas han
tenido que armarse sus casuchas sobre los rieles de las vías en desuso, entre
la estación Villa del Parque y La Paternal. Viven a tres metros de donde pasa el
tren, en la miseria más absoluta. Cientos de chiquitos, los he visto en otros
viajes, sobreviven en esos ranchos de cartón, desde donde ellos, que están
muertos, ven pasar la muerte a toda velocidad.
Según un estudio realizado días atrás, gozan
de más espacio las vacas que son transportadas hacia el matadero, que las
personas que viajan en tren (¿también hacia el matadero?). Lo que pasó en
Constitución y mucho antes en Haedo está motivado por la cotidianidad y la
calidad del viaje. Es consecuencia, en efecto, de viajar como se viaja. Ni el
Estado ni los concesionarios entienden el servicio como lo que debería ser: un
bien público.
***
En pleno apogeo privatizador, el ex
presidente Carlos Menem sostuvo: “Ramal que para, cierra”, en clara posición
amenazante frente a la tibia resistencia gremial. ¿Cuál sería la frase que
deberíamos enunciar para que nuestros representantes sientan la presión social?
“¿Ramal que funciona mal, arde?”.
El tren llega a Retiro mucho más vacío,
luego de que varios se bajaran en Palermo. Los pasajeros bajan apurados y
corren hacia el subte donde viajaran ensardinados como hace instantes, aunque
mucho más calentitos.
Antes los espera el guarda con gesto adusto.
“Boletos, por favor”.
Un letrero con la imagen de la Virgen de Luján dice “Buen
Viaje”.
En el apuro, pocos alcanzan a verlo.
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