sábado, 5 de diciembre de 2009

La Bomba estalla todos los lunes

La Bomba de Tiempo
La Bomba de Tiempo es una banda de tambores que practica la improvisación mediante un sistema de señas. Mucho más que eso, la música que genera te invita a bailar, a moverte y esa improvisación te hace parte del show. Todos los lunes, Buenos Aires tiene una excusa perfecta para comenzar la semana de otra manera.

Por Luis Zarranz
Fotos: Sebastián Romero
Los lunes en la Ciudad Cultural Konex no son lunes, ni se siente el cansancio del fin de año. Algunos minutos después de las 20, todo empieza a cambiar.
Nadie te recomienda “La Bomba de Tiempo”. Te exigen que vayas. “Arrancas la semana de otra manera” te dicen uno, dos, diez.
Todos los lunes, que dejan de ser lunes, en la Ciudad Cultural Konex de Buenos Aires, que deja de ser Buenos Aires, la Bomba del Tiempo estalla. Y te obliga a estallar.
1.800 personas salen a escena. 17 son los percusionistas integrantes de la banda, todos vestidos de un rojo ardiente. El resto, somos público pero también somos parte de un todo que se respira en el aire.
Empiezan a sonar los tambores y no tenés manera, aún siendo un ajeno al género, de dejar las manos en los bolsillos y mirar la escena como si estuvieses fuera de ella.
Primer tema: me tengo que mover. Algo latiendo en los pies, incontrolable. A los demás, les pasa lo mismo. La gente no acompaña: disfruta. Una especie de placer colectivo nos inunda. Todos bailan frenéticamente como si fuera una de esas fiestas electrónicas de punchi punchi. Pero no, son tambores, de distintos tamaños y sonido, trompetas y otros instrumentos que suenan en una mezcla de ecos hipnóticos pero distendidos.
Ningún tema suena igual a otro, aunque pueda parecerlo a lo largo de las dos horas que dura el show, porque cada uno de ellos sigue una improvisación dirigida a través de 70 señas hechas con las manos, los dedos y el cuerpo. Con ellas, el director coordina el transcurso de la improvisación.
Los músicos toman las señas como marco pero cada uno aporta su invención. Y es esa libertad, quizá, la responsable de una música que te suelta, que te libera y que suena a pasión. Sí, la pasión suena en esos dedos que golpean el parche de un tambor piano. Suena en los aplausos que acompañan el ritmo. En la adrenalina de no saber cómo y qué sigue. En todo eso suena y también en el espíritu de cada uno de los percusionistas que, como muchos de los que están bailando y gritando alrededor mío, desbordan entusiasmo.
De golpe, el director, de espaldas al público y de frente a la banda, como buen maestro de orquesta, hace una seña inequívoca: estira las dos manos hacia delante, bien abiertas, y las baja, dos, tres veces, como indicando bajar el volumen. El público, espontáneamente, comienza a agacharse y bailamos en cuclillas (bueno, yo no tanto).
Otra seña, y la música sube y agarrate porque el grandote ese se me viene encima. “Hey, Hey, Hey”. Todos saltan. El grandote más que todos.
La música te envuelve. El director señala a cada uno de los percusionistas y todos hacen sonar, sin parar, su instrumento. Cada elemento inesperado es un disparador de nuevas ideas que los músicos y el director deben interpretar instantáneamente para que la pieza cobre sentido. Desde el baile y los gritos, hasta los errores de interpretación, son fuente de inspiración.
De repente el director se da vuelta y nos mira. Ahora nos dirige a nosotros, improvisa con nuestros aplausos. Nos marca un ritmo. Chac, Chac…, Chac, Chac, Chac. Chac, Chac…, Chac, Chac, Chac. Hace el gesto como para que sigamos. Los aplausos continúan. Chac, chac…, chac, chac, chac. Se da vuelta, una seña para la trompeta, otra para los tambores de la izquierda. Los aplausos se funden con la música. Comunión total. El show lo hacemos todos.
En cada nuevo tema no se sabe qué sonará a continuación. Los músicos se lanzan a tocar sin saber qué harán sus compañeros. A veces se ponen de acuerdo entre dos o tres músicos cuchicheando al oído antes de una entrada. Otras veces tocan algo cuyo sentido recién se completará con el aporte posterior de los otros músicos. De todo eso, el director va tomando elementos y pidiendo mediante las señas que los músicos se imiten o complementen de diversas maneras, o que cambien abruptamente de ritmo.
Uno no puede dimensionar que cien metros más allá el 124 esté, seguramente, tocando la bocina como si fuera un sonajero; que el subte, con demora o no, haga que sus pasajeros tengan más marca personal que Martín Palermo; que el cemento se continúe en más cemento…

No se puede dimensionar porque a esta altura de la noche uno, dejado llevar por el ambiente, la música y el ritmo, está a kilómetros de distancia de la realidad que será real en menos de una hora cuando compruebe, efectivamente, que el chofer del colectivo se cree que es Fangio y te sacuda más que este ritmo frenético.
La música sigue. La percusión te mueve las entrañas: te obliga. Los hombros, las caderas, la cabeza, las piernas, saltas. Vos también improvisás, como te salga, y te sale la alegría, la risa, esa que tal vez muchos lunes te falta porque ves la semana interminable, hasta que la Bomba estalla, deja de ser lunes y deja de ser Buenos Aires aunque la bocina del colectivo en estado desesperado te digan lo contrario.

+info
(Publicada en la revista "Sueños Compartidos", noviembre 2009)

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