Desde hace 42 años,
las Madres de Plaza de Mayo marchan cada semana en la Plaza que terminó dándoles
el nombre. ¿Cómo fue la primera vez de cada una? ¿Qué significa la Plaza en sus
vidas? Sus historias, intercaladas con un jueves junto a ellas.
Por Luis Zarranz
Rosa,
Evel, Mercedes, Hebe, Visitación, Claudia, Carmen no son nombres propios, sino
las integrantes de un colectivo que las excede individualmente y las identifica
en el mundo entero: son Madres de Plaza de Mayo.
Ellas,
que socializaron lo más preciado que tienen –sus hijos– y que están hechas de batallas
heroicas, transitaron, antes de convertirse en lo que son, un intenso camino
que, en todos los casos, las llevó a la Plaza que les daría el nombre
definitivo.
Estas
son sus pequeñas inmensas historias.
***
Rosa
de Camarotti tuvo un solo hijo, Osvaldo Daniel. En agosto de 1978, cuando fue a
la Plaza por primera vez, pasó de madre a Madre: Rosa de Camarotti se
transformó en una Madre de Plaza de Mayo.
Aquella
primera vez –recuerda– se quedó en un borde, sobre la avenida Rivadavia. Miró
marchar a las demás. Una de esas mujeres –no recuerda quién– le hizo señas para
que se acercara y se sumara. Enseguida empezaron a conversar: quién le faltaba,
cuándo se lo habían llevado, dónde, por qué. Su historia era similar a la de
las demás, era una tragedia nacional.
Esas
mujeres le dijeron que la próxima vez que fuera a la Plaza de Mayo llevara era
el símbolo que ya distinguía a las Madres: el pañuelo blanco. Rosa buscó en su
casa y sólo encontró uno rosa, tan chiquito que apenas podía anudar en el
cuello. Lo puso en lavandina y lo blanqueó.
–Total,
es por poquito tiempo. No vale la pena que me compre uno por dos meses– pensó.
Eso
recuerda cuarenta años después, con un pañuelo blanco en la cabeza, al volver de la Plaza, como casi todos los jueves
desde entonces.
Tres
meses antes de su debut en la marcha de las Madres, exactamente el 18 de mayo
de 1978, Osvaldo Daniel había sido secuestrado por una patota del Ejército de
la casa en la que vivía con Rosa y Osvaldo padre, en Lomas de Zamora (provincia
de Buenos Aires).
Al
principio, los militares les dijeron que estaría detenido hasta después del
Mundial de Fútbol. Era lo que solían decirles a muchas familias –no solo en los
cuarteles, sino también en varias dependencias del Estado y hasta en algunas
iglesias con vínculos castrenses–, pero el Mundial terminó en julio y de
Osvaldo no habían sabido más nada.
No
se lo había tragado la tierra, sino la dictadura militar.
Los
meses pasaron y Rosa tuvo que cambiar el pequeño pañuelo blanqueado por otro, y
con el correr de los años, por otros más: desde entonces, pasaron más de 2100
jueves en los que Rosa de Camarotti asiste junto a sus compañeras todos los
jueves a Plaza de Mayo.
***
Es jueves y el escenario es la Plaza que
vio nacer y le da el nombre a la organización. A las dos y cincuenta y ocho de
la tarde del 18 de abril de 2019 Rosa baja de una camioneta. Camina nueve pasos
y entra al “puesto” –que en realidad es un gazebo– donde a modo de kiosquito se venden libros,
revistas, pulseritas, mates, cadenitas de la Asociación Madres de Plaza de
Mayo.
En treinta y dos minutos, a las quince y
treinta, la Plaza se vestirá de pañuelos blancos. Entonces Rosa saldrá del
puesto con pasos breves pero firmes como el paso del tiempo, para marchar junto
a sus compañeras alrededor de la Pirámide.
***
Evel
de Petrini –Beba, para todo el mundo–,
camina rengueando levemente desde una reciente operación de cadera. Los médicos
le recomendaron que evitara caminar, pero hay cosas que no pueden evitarse: ir
a la Plaza cada jueves, por ejemplo.
Si
no fuera porque el Gobierno de la Ciudad decidió, en enero de 2018, realizar una
serie de reformas en la Plaza, incluida la remoción de las baldosas que tenían
pintados los pañuelos –pese a que la Legislatura había declarado “Sitio histórico”
el espacio alrededor de la Pirámide, en reconocimiento a la marcha de las
Madres–, Beba llevaría más de 2100
semanas pisando las mismas baldosas, jueves a jueves.
Fue
una de las primeras Madres en unirse al movimiento. Uno de sus dos hijos, –Osvaldo,
el mayor– había sido secuestrado y desaparecido de la casa familiar, en Santos
Lugares, el 13 de marzo de 1977.
–La
desaparición es el no saber. Es decirle “chau, hasta mañana” y no verlo nunca más.
No saber qué pasó, dónde está, ni qué le hicieron. Es una cosa que te carcome
la cabeza.
Los
primeros días, Beba pasaba horas al
lado del teléfono, a la espera de una noticia sobre el paradero de su hijo. Pero
esa llamada no llegó nunca.
A
los pocos meses, se enteró de que un grupo de madres desesperadas como ella iba
todos los jueves a la Plaza para pedir novedades sobre sus hijos e hijas secuestrados.
Decidió sumarse.
–Fue
un sostén. Me gustó estar ahí con ellas.
Jamás
pensó que aquel encuentro, a mediados de 1977, duraría más de cuarenta años. Tampoco
que, desde entonces, cada jueves se convertiría para ella en el día más
importante de la semana. En la Plaza –afirma– aprendieron todo, en especial el
compañerismo. “Siento una emoción profunda estando ahí, como aquel primer día,
que fue tan doloroso”. Con la voz cascada por una incipiente tos, recuerda:
“Vine sola y me fui acompañada, colectivamente”.
***
A las tres de la tarde en punto pareciera
que sonase el timbre de un colegio, o que se abrieran las puertas imaginarias
que retenían a las diez, quince personas que llegan de golpe: desde la boca del
subte, ubicada en la otra punta de la Plaza, sobre Yrigoyen; desde el Cabildo,
desde la calle Reconquista, desde el Bajo, y de vaya a saberse dónde.
Pero no hay timbre y las puertas son
imaginarias.
Hay un silencio que no es tal, es la
suma del murmullo lejano de varias voces desordenadas; unos tacos apurados que
se alejan, perdiéndose; una frenada de colectivo cuyo volumen, a la distancia,
llega tenue.
***
–Mi
hija se llamaba Alicia. Le puse ese nombre porque decirlo te obliga a sonreír.
Mirá, probá: A-li-cia.
Alicia
fue una de las víctimas del terrorismo de Estado. A partir de su desaparición,
su mamá, Mercedes de Meroño, Porota,
volvió a sufrir de cerca el dolor infinito: en 1930, cuando tenía seis años, su
familia –su padre, su madre, su hermana mayor y ella misma– debió escapar del
país ante las amenazas de muerte que, tras el primer Golpe militar de la
historia argentina, recibía su papá, José María Colás, un albañil y militante
anarcosindicalista. Se radicaron en Lodosa, un pueblo de Navarra, España.
También
allí, vivirían un calvario: luego de comenzada la Guerra Civil Española su
padre, un activista por la Segunda República, fue fusilado por grupos
fascistas. A Porota, que entonces tenía 11 años, los asesinos de su padre le
raparon la cabeza para identificarla como hija de un republicano.
–Lo
fusilaron un jueves a las tres y media de la tarde.
El
día y la hora tomarían otra dimensión cuando, varias décadas después, comenzó a
marchar en Plaza de Mayo, los jueves, en ese mismo horario, con un pañuelo
blanco en la cabeza.
Entre
un hecho y otro, Porota regresó a
Argentina, en 1939; se casó, tuvo una única hija, A-li-cia. El 5 de enero de
1978, a los 31 años, la secuestraron en su casa de la calle Benito Juárez 4285,
Devoto, en la ciudad de Buenos Aires. Estaba divorciada y tenía tres hijos (Martín,
Patricia y Leonardo).
–No
sé lo que pensé entonces. Lo único que me acuerdo es que cuando se la llevaron
las palabras que dije fueron: “¡Otra vez el fascismo, no!”. De eso sí me
acuerdo.
La
voz de Porota se mezcla con la
emoción, y unas dosis de bronca. Los primeros ocho meses sin Alicia le
provocaron una depresión que la encerró en su casa. “Me quedé meses mirando la
ventana, esperando que mi hija volviera. Y si salíamos con mi marido, dejábamos
una nota con los datos de dónde estábamos: por si volvía”, dice mirando un
punto fijo. “Tenía una preocupación: habían cambiado el sentido del tránsito de
la calle de mi casa, en Devoto, y yo decía: ‘Cómo va a llegar Alicia si ahora
es contramano’”.
Fue
su marido, Francisco, que solía ir al centro de la Ciudad, el que le dijo que había
visto a unas mujeres con pañuelo blanco en la Plaza de Mayo.
–Me
compré un pañuelo de los que se usan para bailar, me lo puse en la cabeza. Llegué
a la Plaza y me senté en un banco. Una Madre que nunca más vi ni supe quién
era, me dijo “¿a vos quién te falta?”. Yo lloraba. Le dije “mi hija” y me dijo
“acá no se viene a llorar, ¿eh? acá se viene a luchar, así que levántate y
vamos”.
Y Porota fue.
–Esas
palabras produjeron un cambio general en mí. Se lo agradezco de por vida porque
en vez de ser una llorona, fui una luchadora para combatir al fascismo hasta el
día que me muera.
***
La tarde avanza lenta. Hay una brisa
suave como una caricia distraída y un puesto, que en realidad es un gazebo, cuya
espalda da a la calle Rivadavia, que cada vez convoca más turistas, curiosos e interesados.
A su alrededor ya hay entre veinte y treinta personas que charlan en grupos, hablan
por celular, preguntan el precio de tal
libro o equis llavero y esperan que el
reloj marque las quince y treinta: el momento exacto en el que se producirá el
parto colectivo, la celebración del ritual más emblemático de la historia del
país: la marcha de las Madres de Plaza de Mayo.
Pero todavía falta.
***
Con
los años, Hebe de Bonafini fue perdiendo el apellido para ser, simplemente,
Hebe. Como Fidel, Evo o Cristina, basta pronunciar su nombre para que se sepa
de quién se está hablando.
Antes
de ser Hebe fue Kika. Así la llamaban
sus conocidos antes de ser la presidenta de las Madres. Kika pasó a ser Hebe cuando desaparecieron sus dos hijos mayores
–Jorge, el 8 de febrero de 1977 en La Plata; Raúl, el 6 de diciembre de ese
mismo año, en Berazategui, luego de estar meses en la clandestinidad. Tenían 27
y 24 años–.
A
partir de entonces, comenzó un proceso de trasformación personal y politización
que convirtieron a Kika, una
costurera y ama de casa platense, en Hebe, una de las referencias icónicas del
pañuelo blanco.
En
su oficina en la sede de la Asociación, una tarde de mediados de 2018, Hebe sostiene
un pañuelito descartable en la mano con el que, cada tanto, se seca las
lágrimas.
Recordar
la emociona, recordar es re-vivir un momento determinado.
–La
Plaza empezó siendo un lugar de encuentro con mis hijos: llegar era encontrarme
con ellos, así que precisaba estar sola. Era como una cosa muy honda.
En
esa profundidad, reconoce distintos momentos, como si hablara mirando una línea
imaginaria de tiempo: “Después, la Plaza pasó a ser miles de hijos: una
necesidad. Apurábamos la vida para que llegara el jueves. Hasta 1980 no
teníamos oficina, entonces lo más importante era ahí: juntarnos, ver qué
pasaba, qué decían las demás”.
Fueron
pasando las semanas, los meses, los años: la vida transcurriendo intensamente
entre jueves y jueves. Hebe resalta “el orrrgullo” –lo dice así, estirando la erre, remarcándolo– de haber sostenido
la marcha tantos años. Jamás hubiera podido imaginarlo: “Parece mentira que tan
poco rato, media hora o un poquito más, tenga tanta repercusión internacional.
Pero media hora cada jueves, casi 2200 jueves, es un poquito bastante”.
***
El sol cae oblicuo y tiñe una franja de
esta porción de la Plaza de color dorado.
Son las tres de la tarde y veintiséis
minutos, y un hombre grueso y macizo de voz rasposa grita “Ahí viene la
camioneta”. Es, también, una señal de largada: instantáneamente comienzan las
canciones alusivas, los aplausos, el reconocimiento a las mujeres de pañuelo
blanco.
***
“En
la Plaza siento que no soy yo: soy los 30.000; siento que los veo ahí y que me
hacen vivir. Eso es la Plaza para mí: todas las compañeras, las Madres y los
hijos. Soy otra. Me transformo completamente. No me preguntes cómo es porque ya
no soy yo”.
Visitación
de Loyola es histriónica, no hay vez que hable y sus manos no acompañen sus
palabras, haciendo gestos y piruetas en el aire. La sonrisa ancha es la marca
registrada de su rostro, incluso cuando es jueves a las tres y media y deja de
ser ella para ser 30.000: para sentirlos a todos en el cuerpo.
Un
barco, que cruzó un océano que –recuerda– parecía no terminar nunca más, la
trajo desde España, donde nació, a Buenos Aires, adonde trasladó su sonrisa,
con solo 24 años.
El
21 de diciembre de 1976, la expresión y el almanaque se detuvieron cuando su
hijo, Roberto Mario, fue secuestrado en Loma Hermosa, un barrio obrero de casas
bajas a la vera del Río Reconquista, en el oeste del Conurbano.
Otra
Madre de la zona, que ya participaba de las marchas de cada jueves, la invitó a
sumarse al movimiento una tarde imprecisa de 1977, cuando se puso el pañuelo
por primera vez.
41
años después, si en la Plaza surge una consigna, Visitación será la Madre más
efusiva, contagiando al resto. “Defender la alegría –dice– es, también, luchar
por nuestros hijos. La Plaza, aunque esté enferma, me cura: porque nos dio
30.000 hijos”.
***
Adentro de la combi que se mete en la
Plaza hay seis Madres –Beba, Porota, Hebe, Visitación, Claudia y Carmen–, que
bajan con cierta dificultad, a las quince y veintiocho de la tarde. Las recibe
el clásico “Madres de la Plaza, el Pueblo las abraza” que gritan a viva voz quienes
desde hace un rato las están esperando.
La camioneta estaciona al lado del gazebo.
Ellas enfilan hacia la Pirámide. Despliegan el cartel que sostienen sus manos
frágiles y arrugadas: “41 años pariendo memoria y futuro”.
Con Rosa, son siete Madres, tan firmes
como sus encorvados cuerpos se lo permiten: siete pañuelos blancos que
representan 30.000. No más de cien personas cantan detrás de ellas: son también
30.000.
A las quince y veintinueve esperan, sosteniendo el cartel, que el reloj
avance. Es un minuto largo, como si el tiempo se detuviera o corriera más lento
que lo habitual.
***
Claudia
de San Martín supo desde chiquita lo que significaba un campo de concentración:
sus padres se conocieron en un barco, escapando de las mazmorras: él de
Ucrania, ella de Bielorrusia. Apenas jóvenes, se asentaron en Brasil y,
posteriormente llegaron a Oberá, Misiones. Claudia pisó las calles de tierra
roja hasta los quince años, cuando fue a vivir a lo de un tío en Berisso, en la
provincia de Buenos Aires. Luego, se casó, tuvo tres hijos varones y una vida
relativamente calma. Hasta que el 27 de mayo de 1977 una patota irrumpió en su
casa de Camino General Belgrano, en Berazategui, y se llevó para siempre a
Carlos José, el segundo de ellos, y el único que militaba.
Tenía
dieciocho años.
Unos
meses después, Claudia, con el legado de sus padres a cuestas y la necesidad de
hacer algo, fue a la Plaza por primera vez. No recuerda –dice–datos exactos de aquella
vez, pero sí que, buscando a su hijo, sentía que volvía a nacer. Como sus
compañeras, desde entonces la Plaza se convirtió, cada jueves, en un imán: “Es
una descarga para mí. Ir a la Plaza es una necesidad”.
Lo
afirma rápido, acelerada, como vomitándolo. Su boca es una frontera demasiado
lábil para la urgencia de sus palabras. “Cada jueves me preparo desde temprano.
Voy a la Casa de las Madres, almorzamos juntas, vamos a la Plaza. Amo la Plaza.
La quiero. La necesito. No me encuentro cómoda en ninguna parte como ahí,
aunque no hable con nadie. Es mi lugar”.
Sigue:
“La Plaza es todo. Te llenás de lágrimas, de alegría, te compensa. El otro día
pasó una mujer que dijo ‘vayan a trabajar’. ¿A vos te parece? No lo puedo
creer. Si le hubiera pasado a ella, ¿qué hubiese hecho? No sabe el dolor de
cada una ni el valor de la Plaza: también luchamos por ella.
***
Son las quince y treinta. Deberían sonar
campanas. El mundo se detiene.
En realidad, no; pero debería.
Empiezan a marchar. Lo hacen alrededor
de la Pirámide, en sentido contrario a las agujas del reloj, como si quisieran
volver el tiempo atrás y, a la vez, realizar un conjuro contra su inexorable
paso.
El ritual de cada jueves está en marcha,
literalmente. El que parieron con tanto dolor y tanta necesidad y el que,
seguramente, las sobrevivirá.
Es que no es una Plaza, no es una
marcha, no son las Madres: es más que todo eso.
***
María
Consuelo de Arias se convirtió en Madre de Plaza de Mayo a mediados de 1977, cuando
desaparecieron a su hijo, Ángel, el 17 de mayo de 1977. Fue luego de un
violento operativo militar en el departamento en el que vivía, en Quilmes, con
su compañera Beatriz, secuestrada junto a él.
Desde
entonces Consuelo se sumó a la marcha semanal, acompañada por su hija, Carmen,
hermana de Ángel. Madre e hija asumieron ese compromiso como algo propio: no
necesitaban arreglar nada para saber que cada jueves a las 15:30 se
encontrarían en la Plaza.
Cuando
María falleció, Carmen continuó acompañado al pañuelo blanco. En 2007, las
integrantes de la Asociación decidieron, en reconocimiento a su constancia,
ungir a Carmen, la hermana de Jorge, como una de ellas: se transformó en una
Madre de Plaza de Mayo.
“Vengo
desde el 77 con mi mamá y cada jueves veo distinta a la Plaza. Cada vez me
conmueve una cosa diferente: el recuerdo de las y los 30.000, el cariño con las
Madres: todo”, dice en una de las oficinas de la Asociación.
–Los
jueves son días distintos. Aunque uno tenga una cantidad de problemas,
inclusive de salud, todo se allana como para poder asistir –narra, minutos
después de volver de la Plaza.
A
Carmen la inquieta el legado de las Madres y el futuro. Cree que nadie tiene la
fuerza y el empuje que sí tienen ellas. Sin embargo, confía en los jóvenes:
“Ellos van a continuar esta historia”.
***
Son las quince y treinta y ocho. En unos
minutos, se completará la segunda vuelta alrededor de la Pirámide. Pareciera que
los que están marchando, en realidad, son los 30.000 desaparecidos.
Con los demás, se unen en un solo grito.
Se escuchan fuerte y nítidamente.
Gritan:
“No
nos
han
vencido”.
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