TEATRO COMUNITARIO. ESCENAS DE
LA VIDA EN DEMOCRACIA
Una hipótesis, una historia y
una guía del teatro comunitario argentino forman parte de este libro que
escribió el periodista Luis Zarranz y será editado por lavaca este año.
La primera vez que vi un
espectáculo de teatro comunitario fue en el Circuito Cultural Barracas: “El
casamiento de Anita y Mirko”, una obra que crearon los vecinos del barrio en
medio del derrumbe del año 2001, como una excusa para encontrarse, jugar y
divertirse.
Desde su estreno, catorce años
atrás, la celebración se realizó, cada vez, con localidades agotadas: los
vecinos habían percibido que la excusa era, en realidad, una necesidad.
En cada función, más de
cincuenta vecinos-actores recrean un casamiento de dos familias muy diferentes
con todos sus ritos: entrada de los novios, vals, torta, ramo y carnaval
carioca. El público es protagonista: baila a rabiar –trencito incluido–,
comparte la mesa con otros invitados y se siente parte de la fiesta: entra
retraído y sale bailando o intercambiando correos: celebrando el encuentro.
Ésa es una de las
transformaciones que genera el espectáculo en particular y el teatro
comunitario en general.
Vecinos y actores
Anita y Mirko fue mi puerta de
entrada. Y el sacudón que me reveló la trama de vecinos-actores que, en
diversos grupos, estaban creando espacios de libertad, autogestión, aportes
colectivos y de potencia teatral para zurcir los lazos comunitarios.
Desde entonces, no sólo volví
varias veces a disfrutar la función –cada una tuvo algo que la hizo diferente–,
sino que vi más de cuarenta obras de teatro comunitario, entrevisté a
directores, vecinos y público, participé del Encuentro de Teatro Comunitario en
Patricios, Provincia de Buenos Aires: me divertí y aprendí muchísimo de
diferentes experiencias, y me sentí yo también parte de esa celebración.
En cada caso, con los matices
y particularidades de cada grupo, percibí cómo el teatro comunitario –la
ligazón creativa de una comunidad en un territorio determinado– potenciaba los
lazos entre los vecinos para transformar el más político de los ámbitos de un
barrio: el cotidiano.
Disfrutar la producción y los
espectáculos comunitarios fue –lo es– una experiencia alucinante: en el hacer,
los vecinos-actores no dimensionan el impacto que produce ver al del 4º A, al
carnicero, la maestra, el jubilado, el estudiante o la panadera maquillarse
juntos y jugar como el mundo adulto prohíbe: sin tapujos.
Este libro surge del impulso
de contar la trama que supieron tejer sus protagonistas para erigirse como
comunidad, transformar el “yo” individualista en un “nosotros” colectivo y,
así, ocupar el espacio público, resistir el neoliberalismo y producir arte.
Ocupar.
Resistir.
Producir.
Libertas sin recetas
Como se trata de una
experiencia surgida y sostenida de la práctica y no a partir de marcos
teóricos, los conceptos, las definiciones, las hipótesis y los disparadores que
se abordan en este libro no son estáticos, concluyentes ni definitivos, sino
dinámicos y en permanente construcción. Lo único definitivo que existe en el
teatro comunitario es la dinámica maleable con la que se fortalecen los grupos:
su potencia y una de sus mayores fortalezas. Cualquier definición es, entonces,
un intento por atrapar una pequeña dosis de la libertad en la que se
desarrollan: sin recetas ni deberes seres.
Lo invisible
El teatro comunitario nació,
creció y se fortaleció por fuera de la mirada de los medios comerciales y del
Estado, pero no del público. La visión vertical, de arriba hacia abajo,
unidireccional y miope de los medios de comunicación hegemónicos hizo que se
perdieran –como unidad, por supuesto que hubo y hay excepciones– la
construcción que estaba sucediendo fuera de sus focos de atención. En la
producción en serie de categorías estancas en las que, por ejemplo, los vecinos
son sólo vecinos, pero no actores, los medios no supieron –no pudieron–
comprender lo concreto y lo simbólico, lo novedoso y lo transformador, de este
tipo de construcción en la que no encajan sus conceptos de cultura, arte,
barrio, ni comunidad. Cuando se arrimaron al teatro comunitario, lo hicieron
tarde y mal.
Esta lógica no la viene
padeciendo sólo el teatro comunitario, ni siquiera otras experiencias de misma
índole: la víctima es toda la sociedad. La respuesta a este fenómeno de
invisibilización es una condena que crece velozmente: la disminución de las
personas que consumen estos medios y el derrumbe del paradigma que los ubicaba
como impolutos, objetivos y transmisores de la verdad “objetiva”: aunque se
resistan, parecen estar en vías de extinción.
Creando por-venir
El teatro comunitario
comprendió, desde sus orígenes, que su legitimidad no estaba en la atención que
pudieran captar de estos medios, sino en otro tipo de comunicación: la que
ellos mismos estaban creando. Así, fueron capaces de construir con otros
–diferentes otros: los propios integrantes de cada grupo; otros vecinos; el
público; y todos y cada uno de quienes eran parte de este proceso de generación
de nuevas formas de relaciones sociales– un vínculo sincero cuya consecuencia
fue –es– una comunicación horizontal, de ida y vuelta y en permanente
construcción, lo que les permitió desarrollarse y crecer a partir de lo que
eran y no desde lo que otros querían que fuesen.
Celebrar este hecho es como la
excusa para que los vecinos se encontrasen que dio origen al “El casamiento de
Anita y Mirko”: una necesidad.
Y un mensaje: no se pueden
divorciar a las palabras del hecho que las genera.
El teatro comunitario podrá
verse, entonces, como un hecho aislado y particular, o como un emergente de la
época y de la construcción colectiva que colocó el ingenio y la creatividad de
eso que algunos llaman “gente común” en escena y la convirtió en protagonista
de su por-venir.
La historia sin fin
En julio de 1983 había motivos
de sobra para curar la inmensa herida social que estaba dejando la dictadura
cívico militar, a la que le quedaban pocos meses en el poder, aunque varias de
sus nefastas consecuencias aún perduren como una huella indeleble que resiste
el paso del tiempo.
Los vecinos del barrio
Catalinas Sur, La Boca, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, decidieron hacer algo
subversivo para la época: reunirse, convocados por la mutual de padres de la
escuela del barrio que ya tenía una intensa historia de labor solidaria y
cultural.
Alguien, aprovechando que uno
de los presentes era actor y director teatral, propuso que diera clases de teatro.
El aludido, Adhemar Bianchi, respondió con esta frase:
–Clases, no: hagamos teatro…
en la plaza
Bianchi proponía una
experiencia creativa, de juegos, para armar colectivamente un espectáculo y
darlo en la plaza. Todavía mandaba la dictadura y, entre otras proscripciones,
había estado de sitio: las reuniones públicas estaban prohibidas.
A nadie le importó.
Comenzaron organizando
"fiestas teatrales" –así las llamaban–, con choriceada incluida. Eran
vecinos del barrio haciendo teatro, jugando y compartiendo un momento alegre
tras varios años de terror.
El teatro comunitario es hijo
de esa época y de esa necesidad.
Para la primera obra eligieron
un texto del Siglo de Oro español sobre la censura impuesta por el Rey. Un
texto que se ajustaba a lo que sucedía en el país.
Y empezaron a ensayar.
El disparate
La escena merece ser repasada:
vecinos de La Boca jugando y ensayando escenas teatrales en una plaza del
barrio mientras la dictadura seguía en el poder y, por ende, el horror estaba a
la vuelta de la esquina.
El estreno de la obra fue en
la plaza, con los vecinos interpretando el papel de censores. El público –otros
vecinos– acudió masivamente: unas ochocientas personas disfrutaron el
espectáculo.
Mientras se desarrollaba la
función, un helicóptero policial cortó el cielo. Luego llegaron cuatro
patrulleros. Surgió este diálogo que parecía parte del guión.
Policía: –¿Esto qué es?
Vecinos: –Es una fiesta del barrio, un espectáculo.
Policía: –¿Tienen permiso?
Vecinos: (Mienten con
convicción) –¡Por supuesto!
Ochocientos vecinos
derrotaron, entonces, a los malos: cuatro patrulleros y un helicóptero policial
que se retiraron rápidamente de la escena.
La primera obra del teatro
comunitario fue un éxito: teatral y social.
La primera victoria colectiva
después de años de dictadura.
El remedio para curar el tajo
social que había abierto el terrorismo de Estado fue, entonces, recomponer –a
través del arte– los lazos y la trama que la dictadura quiso quebrar como la
rama de un árbol y ser comunidad
Común-unidad: el árbol
florecido que construye el bosque.
Arte y parte
Treinta y un años después de
esa función, en el país coexisten más de 60 grupos desparramados por distintos
puntos del territorio. El teatro comunitario tiene absoluta vitalidad y, aún,
no encontró sus límites: no tiene techo.
Puede ser definido de
múltiples maneras. La más concreta: teatro de
y para la comunidad. Sus integrantes
son vecinos que, sin necesidad de tener formación actoral previa, juegan, se
divierten y construyen con otros, diferentes espectáculos guiados por un
coordinador o director teatral, que también es vecino del barrio. A través del
arte, el juego y la creación colectiva reconfiguran y estimulan los vínculos
sociales.
Parte de una concepción
básica: el arte es transformador en sí mismo y genera transformación social por
su propia condición artística: no es el envase de algo más importante, ni
siquiera una herramienta para otra cosa, como mencionan algunas concepciones
progresistas.
Territorio liberado
Como mayormente los grupos
están formados por vecinos de un mismo barrio, el aspecto territorial configura
un elemento central del teatro comunitario. Ricardo Talento –junto a Bianchi,
uno de los impulsores del teatro comunitario en Argentina– sostiene que “tiene
una raigambre urbana. No casualmente nació en Buenos Aires”.
El vecino, al permitirse crear
y jugar con otros, transforma su cotidianidad: su propia visión del mundo, su
vínculo con sus pares, consigo y con su entorno: transforma el “yo” en
“nosotros”, se vincula desde otro lugar, ocupa el espacio público y se permite
crear.
En palabras de Adhemar, la
territorialidad implica que “el arte, puesto en un espacio de territorio,
empieza a lograr que esa sociedad esté viviendo ese territorio y no sólo
durmiendo en él”. El barrio deja de ser un dormitorio. Así se resignifican sus
espacios de socialización.
En este aspecto, el teatro
comunitario cuestiona las lógicas del mercado que colocan al cine, al shopping
y casi todo lo demás, lejos de los barrios y las periferias: en los centros de
consumo. Aparece, entonces, una fuerte tensión entre la comunidad, que resiste
los mandatos del mercado, y éste, que aspira a delinear costumbres y
mercantilizar hábitos.
La identidad
En la aldea global que es el
mundo, en el que la globalización arrasa con las identidades locales, el teatro
comunitario se asienta en el territorio más cotidiano: el barrio, pero no como
un ghetto ajeno a las influencias externas. El recurso que permite que la
identidad local se convierta en una fortaleza es el lazo colectivo y creativo
que los une, que les posibilita crear desde ese
lugar y reconstruir su propia historia.
El sociólogo, filósofo y
ensayista polaco Zygmunt Bauman afirma que “La identidad parece compartir su
estatuto existencial con la belleza: no tiene más fundamento que el de un
acuerdo ampliamente compartido, explícito o tácito, expresado en una aprobación
consensual del juicio o en un comportamiento uniforme”.
Clases a escena
Aunque los grupos de teatro
comunitario atraviesan todas las clases sociales, la mayoría de ellos están
integrados por sectores medios. Ricardo Talento tiene una mirada interesante al
respecto: “Cuando se habla de teatro para la comunidad se piensa que hay que
trabajar con sectores más desposeídos. Siempre digo que el sector más
vulnerable es el sector medio, sobre todo en Buenos Aires: varía de un lado al
otro su pensamiento político, su forma, su voto. Con total fragilidad pasa de
un extremo a otro sin cuestionarse mucho; nunca sabe porqué le va mal ni porqué
le va bien. Cuando le va mal, se suicida individualmente; cuando le va bien,
individualmente cree que su tarjeta de crédito, su shopping y su familia es todo
el mundo, que no necesita al otro. Cuando estamos desposeídos decimos: ‘Piquete
y cacerola, la lucha es una sola’ y cuando nos va un poco bien tratamos de
eliminar a los piqueteros. Es el sector más vulnerable, no el que tiene menos
recursos económicos, porque está corrido ideológica y culturalmente”.
Como sea que fuese la
composición de cada grupo, estos se convierten –sobre todo cuando la cantidad
de integrantes es numerosa– en un mosaico de la comunidad: en sus virtudes y en
sus miserias. Y en el dinamismo que la caracteriza: gente que llega, otros que
se mudan.
Palabras sensibles
Bauman sostiene que “las
palabras tienen significados, pero algunas palabras producen además una
‘sensación’. La palabra ‘comunidad’ es una de ellas. Produce una buena
sensación: sea cual sea el significado de ‘comunidad’, está bien ‘tener una
comunidad’, ‘estar en comunidad’.
Bauman luego desarrollará su
tesis según la cual lo que evoca esa palabra es, en un mundo despiadado, lo que
extrañamos y lo que nos falta para tener seguridad, aplomo y confianza. En ese
sentido, postulará que la inviabilidad del individualismo, donde las personas
carecerían de cualquier realidad a la que anclarse, convierte a la comunidad en
el principal refugio siempre y cuando ésta no actúe como sinónimo de ghetto y
ese refugio no esté basado en la estrechez de iguales.
En este caso, según Bauman,
disfrutaremos de una libertad compartida con los que piensan igual que
nosotros, pero no podremos recibir cualquier otra opinión de aquellos
diferentes. Esa “seguridad” y esa “libertad” –señala– generarán una cerrazón
fundada en la amenaza permanente. Por el contrario, los problemas encontrarán
solución en el vínculo y la necesidad de compartir opiniones entre diferentes.
Serán los problemas, y no la diferencia de los afectados, la que cobre sentido.
Crativ@s
El teatro comunitario tiene la
convicción de que toda persona es esencialmente creativa y que sólo hay que
crear el marco para que esta faceta se desarrolle. Trabaja desde la inclusión y
la integración, por lo tanto es abierto a todo aquel que quiera participar de
manera voluntaria. En definitiva, considera que el arte es algo a lo que la
comunidad tiene derecho: propone asumirlo y no delegarlo como tal.
Con su iniciativa para fundar
el primer grupo de teatro comunitario, Adhemar Bianchi –actor, director y
dramaturgo, fundador y director general de Catalinas Sur de La Boca– recogió
una de las demandas sociales de la época: rehacer los vínculos, recuperar el
espacio público, desempolvar la capacidad creativa.
Bianchi y Ricardo Talento
–fundador en 1996, pleno menemismo explícito, del Circuito Cultural Barracas,
el segundo grupo de teatro comunitario– recorrieron caminos paralelos sin
conocerse, hasta que las paralelas se juntaron en la práctica del teatro
comunitario. Ni uno ni otro se consideran los creadores sino que se reconocen
parte de una generación que logró traducir, sintetizar y combinar una necesidad
social con las múltiples experiencias en las que habían participado
anteriormente: teatro del oprimido, independiente, callejero, teatro popular,
etcétera.
Ambos apuntan a desterrar el
concepto de dos “tipos iluminados” a los que se les ocurrió hacer teatro
comunitario y expresan el surgimiento como una continuidad en una forma de
expresión y comunicación que tenía que ver con lo colectivo, la comunidad, con
el otro. “No se nos ocurrió nada. Es una continuidad de lo que hicimos”,
sostiene Talento.
Qué es comunidad
Bianchi y Talento lograron
fusionar, en la práctica, los conceptos de comunidad, arte, identidad,
celebración, autogestión y juego como unidad teatral. Lo hicieron, además, con
una generosidad fundacional tal que durante los funestos días de 2002 ambos,
como representantes de los grupos Catalinas y Barracas, salieron por los
barrios a propalar el encuentro de vecinos a través del arte.
Hasta entonces sólo existían
cuatro grupos en el país: dos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires –Catalinas
Sur y Circuito Cultural Barracas– y dos en Misiones –la Murga de la Estación
(Posadas) y la Murga del Monte (Oberá)–. En 2001 había nacido el Grupo Boedo
Antiguo, que recién estaba dando sus primeros pasos.
La gran crisis de
representación que se cristalizó en el 2001 puso en duda diversas mediaciones.
En ese contexto de asambleas barriales y alta participación social germinaron
diversos grupos de teatro comunitario, favorecidos por el contexto histórico
que revalorizó la participación social, pero también por el impulso de
Catalinas y Barracas. En ese marco histórico, surgen varios grupos de teatro
comunitario.
Las huellas de la época
marcaban algunos rumbos:
-El poder como posibilidad:
poder hacer.
-La potencia de la construcción
colectiva y mayormente horizontal.
-La presencia de la clase
media en proyectos colectivos.
-La participación social
entendida como un vínculo y no como un deber ser.
-La cuestión corporal: poner
el cuerpo para tales propósitos.
A
mediados de 2014, varios años después, todos ellos funcionan en red, a través
de la Red Nacional de Teatro Comunitario. La Red es el tejido en donde se
comparte la experiencia de los distintos grupos, se gestionan subsidios
colectivamente, se intercambia información, problemas y dificultades comunes,
se acompaña y fomenta el crecimiento de los grupos existentes y se propicia la
aparición de nuevos. Además, de manera anual o cada dos años aproximadamente,
se organiza el Encuentro Nacional de Teatro Comunitario. En él, que va variando
de sede según las necesidades de un determinado lugar, participan grupos de
todo el país, compartiendo actividades y espectáculos, lo cual convierte a cada
Encuentro en una experiencia enriquecedora para todos y una instancia de
reflexión colectiva y tejido de la red social.
(Publicada en la revista MU, enero 2015)
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