Una obra que
tiene como escenario el Mercado del Progreso propone resignificar el tiempo y
el espacio a partir de una pregunta: cómo cambiar la historia.
Mi abuelo siempre decía que sin mercados el mundo era
opaco.
Él iba todos los días, aun no teniendo nada que comprar,
por el sencillo motivo de que allí lo esperaban las conversaciones que le
permitían conjurar el mundo.
Un kilo de lechuga, medio de tomate, veinte palabras
sobre el rumbo económico; un kilo de merluza y un áspero cruce sobre el
conflicto palestino-israelí; dos kilos de frutillas y los goles del domingo metro
por metro; un cuarto de bizcochitos y “¿qué es de tu vida, Mario?”
Desde entonces la cosa se fue agrisando y el mercado se
convirtió en una playa de estacionamiento. La pérdida de protagonismo de estos
espacios de encuentro e intercambio fue tan abrumadora que hoy se encuentran en
serio riesgo de extinción si no fuera por el denostado sostén de puesteros y
clientes que los mantienen en actividad como oasis en medio del Sahara.
(Hecho
sintomático de estos tiempos: la búsqueda de la palabra “mercado/s” en Google –la Biblioteca de
Alejandría en la posmodernidad– no arroja como resultado a los mercados sino a
“el” mercado, concepto económico donde, según algunos “especialistas”, se
regula, gracias a una mano invisible, la oferta y la demanda que definen la
economía. Más que responsabilidad del buscador virtual la culpa es producto de
la mutación que sufrió la palabra a lo largo de estos años, cuando decir
mercado tenía un significado mucho más concreto que el que se le asigna hoy).
El Mercado del Progreso (Primera Junta, Caballito)
constituyó, desde su apertura en 1889, uno de los principales puntos de
intercambio comercial, abastecimiento y encuentro de los vecinos de la zona.
Construido por la Sociedad del Progreso –de ahí su nombre- no sólo resiste
decorosamente el paso del tiempo sino que alberga a 174 activos puestos de
frutas, verduras, carne y otras yerbas que todos los días convocan a cientos de
personas. Y los sábados, además, hay teatro en el primer piso.
Un mercado para el cuerpo y el alma.
Allí funciona Oeste, Estudio Teatral, el espacio que concreta
la idea de las actrices Graciela Camino y Emilia Bonifetti, como un ámbito para
la creación y producción de proyectos autogestionados dentro de las distintas
artes, como lugar de intercambios y redes comunitarias, y como laboratorio de
investigación teatral y formación de actores.
La historia que
será
“La historia sigue para que podamos torcerla, aunque sea
a los ponchazos”, dice Tito, el autoproclamado jefe de una minúscula
organización cuyo propósito es planear un golpe para lograr un ajuste de
cuentas con la historia, con el pasado inmediato y con un presente
irreductible.
Allí, en el tugurio que funciona como el universo
paralelo que les da cobijo, ellos organizan, desorganizadamente, el manotazo
con el que pretenden saldar, de un tirón, la deuda que los ubica en un aquí y
ahora que rechazan.
Oscuridad total.
Silencio.
Misterio.
Así comienza Borzoi, nombre con que la Agrupación La
Rabiosa apodó este espectáculo que reúne a cinco actores en escena en la sala
de Oeste.
Afuera el sábado a la noche llueve como Santa Rosa dice
mandar mientras los cuerpos de los que no logra intimidar la tormenta van a las
apuradas, una mano en el paraguas la otra cruzando el pecho en forma de abrigo.
Al galope, se arquean y se encojen de hombros, como pueden, para esquivar el
viento, caminando a los saltitos sobre las baldosas firmes, en una danza urbana
que obliga a estirar las piernas para que el zapato caiga en la porción de
espacio justo que no vaya a salpicar.
Adentro no llueve.
Hay una tormenta de diálogos que te empapa.
Si estabas seco, empezá a sentir la humedad.
“Tenés que
decidirte: o te quedas parado mirando el disparo y sos el agujero que produce
la bala o sos la bala que produce el disparo”.
“Desayunate que
afuera no hay nadie, estamos solos. Solos”
Y otras cuestiones light por el estilo.
Borzoi es el nombre de una raza de galgos rusos –discursivamente,
protagonistas de la trama– y es también esta construcción poética surgida del
campo del ensayo.
Un sopapo a ciertos discursos autoproclamados rojos
vanguardia y cuya respuesta social es el eco de sus ombligos.
¿Cómo se reescribe la historia?
Trato de mirar con ojos de cóndor: estoy en el Mercado
del Progreso.
En el mercado del progr… ¿cómo corno se progresa?
Vuelvo a la obra: los actores dialogan con un ojo clavado
en una acción reivindicativa que les permita volver a sentir el perfume de un
pasado anterior al inmediato. Con el otro, pestañean el futuro.
Con un jugador compulsivo como rehén por portación de
cara (su rostro se parece a “Julio Roberto”, fisonomía que necesitan como
anzuelo para ingresar al sitio donde realizarán su profético plan).
Una especie de segundo acto, habrá que discernir si en
forma de tragedia o como farsa, en la que este grupo encerrado en una utopía
desesperada pretende modificar y resignificar los hechos. Casi como un
esquizofrénico intento de modificar el futuro para cambiar el pasado.
Reescribir es
inventar
En el relato “Pierre Menard, autor del Quijote”, incluido
en su libro Ficciones, Jorge Luis Borges plantea a un personaje –Pierre Menard–
capaz de escribir un nuevo Quijote sin cambiar ni una sola palabra o coma. Sin
embargo, pese a ser idénticos, uno y otro texto no son iguales: lo que
diferencia al Quijote de Cervantes del siglo XVI del Quijote de Pierre Menard
del siglo XX son los contextos en que son leídos (y escritos). Aunque digan exactamente lo mismo, son distintos.
"A pesar de los obstáculos, el fragmentario Quijote
de Menard es más sutil e infinitamente más rico que el de Cervantes", le
hace decir Borges a uno de los protagonistas de su cuento para explicitar,
irónicamente, esta diferencia.
Del mismo modo, es el contexto en el que aquí son
pronunciados los diálogos, los que los definen su significado. Aún sin ninguna
referencia explícita a alguna época en particular, Borzoi tiene la maestría de
lograr –quizá producto de la suma de las caracterizaciones, la escenografía y
las actuaciones– que el propósito de esta agrupación se sienta desmedido, desteñido,
aguachento: “Nosotros somos una
organización. Toda organización política es definida por sus miembros
fundadores y ésta es la banda de Roberto, o sea yo”.
La realidad
discursiva
-¿Cuál es el
trabajo?
-Poner cada de
Julio Roberto, nada más.
-¿Qué me llevo?
-Reinventamos
una realidad, vemos que otras cosas se pueden cambiar. ¿Le parece poco?
-En el nuevo
orden eso no va más. Los de abajo arriba, y los de arriba a la lona. No se
puede conformar a todo el mundo, los deudores de hoy irán a la cabeza del nuevo
orden; los prestamistas, los corruptos, esos pasan a estar bajo nuestro, bajo
el mocasín de las clases trabajadoras.
-Muy bueno su
discurso.
-¡No es un
discurso! ¡Es la realidad!
Con diálogos de este tenor, Borzoi te plantea, en forma
resignificada, los interrogantes que cuarenta minutos antes eran coyunturales y
ahora ya son estratégicos: ¿qué baldosas pisar? ¿Las que te salpican o las que
te dejan seco?
-El objetivo es
desmesurado, como los galgos corriendo tras la liebre.
-¿Tiene sentido
todo esto?
-Para empezar no
me gusta mirar para otro lado, por eso estoy acá.
Afuera la tormenta se conjugaba en tiempo pasado. La de
adentro es torrencial.
(Publicado en la revista MU, octubre de 2010)
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