
Por Luis Zarranz
Varias veces se ha dicho que una persona logra
trascendencia cuando su nombre, un sustantivo, logra convertirse en un adjetivo
que define tal o cual cosa (lo maradoniano,
lo gardeliano, lo kafkiano). Cortázar ha logrado que lo cortazariano/a califique no sólo una
manera de escribir, sino algo mucho más simple y complejo: una manera de ver el
mundo. ¿Cómo? Mágica, donde lo fantástico no se diferencia tanto de lo real;
humana, humilde, libre, lejana a todo dogma.
Es más, es tal el legado de su obra que hasta el término
“cronopio”, inventado por él, terminó por convertirse en la aspiración de lo
que más de uno quisiera ser: idealista, sensible y poco convencional, en claro
contraste con los “famas”, que en términos cortazarianos, son los rígidos,
organizados y sentenciosos.

Quienes tuvieron el placer de leerlo, sienten devoción
por su obra y por si vida: el cariño les queda demasiado chico. Los que no han
tenido aún el gusto, traslucen el respeto aunque más no sea por las pequeñas
referencias que tienen sobre él.
¿Qué despierta Cortázar, 26 años después de su muerte,
para que sus libros sigan siendo de los más requeridos en cuanta librería
exista; para que los jóvenes sean –desde siempre pese a los cambios
generacionales– los que más se identifican con sus textos; para que florezcan
ediciones especiales de revistas, reediciones de libros o notas como ésta?

Pero Cortázar es mucho más que un buen escritor: es el
hombre que apoya y defiende la Revolución Cubana y al Sandinismo en Nicaragua,
defendiendo, también, el derecho a la crítica libre, “desde adentro”, como
cuando alguien educa a un hijo y le dice “no hagas esto” para ayudarlo a
crecer.
Es quien abriga, con fervor, la alegría, esa que en
muchos sectores militantes queda taponada por el sentido dramático de la lucha
(“No creo en las revoluciones sin alegría. No creo; no es posible”); resalta la
importancia de lo lúdico, a punto tal de valorizar el juego por el juego mismo,
algo infrecuente en la literatura, y una especie en vías de extinción en éstos,
y aquellos, tiempos apurados. Su literatura es transformadora no sólo porque
tiene un “contenido” en ese sentido sino porque procura revolucionar la forma
misma, fracturar el lenguaje.

Alguna vez, entre las tantas frases suyas que merecen
entronarse, Julio afirmó: “Desde pequeño, mi relación con las palabras, con la
escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco
haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas”.
Esa es otra de las cualidades que definen lo
cortazariano: mirar las cosas con ojos de recién
llegado y no aceptarlas con la mansedumbre del conformismo rutinario.
(Publicada en la revista "Sueños Compartidos", febrero 2010)